lunes, 28 de octubre de 2013

[He construido un jardín... - Diana Bellessi]

He construido un jardín como quien hace
los gestos correctos en el lugar errado.
Errado, no de error, sino de lugar otro,
como hablar con el reflejo del espejo
y no con quien se mira en él.
He construido un jardín para dialogar
allí, codo a codo en la belleza, con la siempre
muda pero activa muerte trabajando el corazón.
Deja el equipaje repetía, ahora que tu cuerpo
atisba las dos orillas, no hay nada, más
que los gestos precisos
dejarse ir para cuidarlo
y ser, el jardín.
Atesora lo que pierdes, decía, esta muerte
hablando en perfecto y distanciado castellano.
Lo que pierdes, mientras tienes, es la sola compañía
que te allega, a la orilla lejana de la muerte.

Ahora la lengua puede desatarse para hablar.
Ella que nunca pudo el escalpelo del horror
provista de herramientas para hacer, maravilloso
de ominoso. Sólo digerible al ojo el terror
si la belleza lo sostiene. Mira el agujero
ciego: los gestos precisos y amorosos sin reflejo
en el espejo frente al cual, la operatoria carece
de sentido.

Tener un jardín, es dejarse tener por él y su
eterno movimiento de partida. Flores, semillas y
plantas mueren para siempre o se renuevan. Hay
poda y hay momentos, en el ocaso dulce de una
tarde de verano, para verlo excediéndose de sí,
mientras la sombra de su caída anuncia
en el macizo fulgor de marzo, o en el dormir
sin sueño del sujeto cuando muere, mientras
la especie que lo contiene no cesa de forjarse.
El jardín exige, a su jardinera verlo morir.
Demanda su mano que recorte y modifique
la tierra desnuda, dada vuelta en los canteros
bajo la noche helada. El jardín mata
y pide ser muerto para ser jardín. Pero hacer
gestos correctos en el lugar errado,
disuelve la ecuación, descubre páramo.
Amor reclamado en diferencia como
cielo azul oscuro contra la pena. Gota
regia de la tormenta en cuyo abrazo llegas
a la orilla más lejana. I wish you
were here amor, pero sos, jardinera y no
jardín. Desenterraste mi corazón de tu cantero.



[La enamorada del muro - Estela Figueroa]

La enamorada del muro

I
La enamorada del muro
no sabe cómo es el muro.
Pero seguro siente su humedad
cuando ha llovido.
Su aridez
en tiempo seco.
La enamorada del muro
depende del muro.
A él se aferra.
Si el muro cae
ella se desparrama
como una cabellera sin cabeza.
A veces es tímida
y cubre sólo la base
como una mujer arrodillada
que abrazara las piernas de un hombre.
Y a veces —qué deseo
y qué orgullo caben en ella—
cubre no sólo el muro
sino toda la casa.

II
Todo amor nace
a partir de una pequeña confusión.
Nadie puede decir con certeza
si es el muro el que sostiene a su enamorada
o es la enamorada
la que sostiene al muro.
Y todo amor crece
a partir de pequeñas carencias:
la enamorada del muro no florece.
Tampoco el muro.
III
Visto desde afuera
la impresión general es de una gran belleza.
¿Pero quién puede alejarse para mirar
cuando está enamorado?
El muro no ve el hermoso conjunto.
Ve pequeños tentáculos
que se clavan en él.
La enamorada ve el muro descarnado.
“Él es el hueso que me da forma.
Yo soy la carne que le da vida”.

IV
Vampiro en el jardín
Ningún jardinero
la recomendaría.
La enamorada del muro
tan pródiga con el muro
tiene un rol muy cruel en el jardín.
Está en su naturaleza apropiarse
de toda la humedad del terreno.
De modo que mientras ella se expande
y se demora tiernamente en el abrazo
las otras plantas mueren.
¿Qué puede importarle?
Una mujer enamorada es capaz
de atravesar sin ver una ciudad bombardeada.
Los ojos fijos en los labios de su amor.
No hay culpa
en la pasión.
“No permitiré que nada
ni nadie
te haga daño
amor mío”.

En sí misma

Sólo una loca pudo
enamorarse de un muro.
Un muro no habla.
No escribe cartas.
No florece.
Cubierto totalmente por las hojas
deja de ser visible.
Hasta se puede dudar de su existencia.
“No es eso
hija
lo que te enamora.
No es el muro.
Es tu esplendor”.


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La mosca

Primero fue como la intromisión de una mosca en invierno.
Algo tan raro. Los ojos siguen el vuelo.
El oído trata de percibir el zumbido.
La mosca se detiene en la mesa.
En la bombilla de luz. Desconcierta.

Después –esto se sabe-
una mosca en invierno puede anunciar tormenta.
Es peligro. Es
como un frío repentino en el pecho.
-Voy a enfermarme- se piensa.

Y el primer trueno es un escándalo.
No queda un vidrio sano.
No hay
espejo donde mirarse.

Hay que cerrar la casa como cuando llega la noche.
Que sentarse como para abrir una carta.
Que acostarse como para recibir una enfermedad.
Que levantarse como para ir hacia la puerta
como si se hubiera escuchado que golpean.



en A capella (1992)





[Carne y árbol - Juan José Manauta]

Los poemas aquí incluídos pertenecen al subtítulo Carne y árbol del libro La mujer de silencio de Juan José Manauta. El libro fue publicado en 1944, y se indica que los poemas fueron escritos entre 1940 y 1943.

El paisaje y el hombre

Todo sube en la quietud levemente azulada
de esta infinita mujer de tala y sauce,
esta mujer de aquí,
asomada al cielo caído en el río
como un flor de luz.
La vida tenue se escapa,
casi transparente, por las chimeneas de las casitas, loma arriba.
¿Qué será esto inclinado al paisaje
mirador de lo verde y lo lejano?

Son tan tiernos el pájaro y la nube
que en un momento parecen escucharse y comprenderse,
y la vaca, como un árbol más del campo,
apenas vuelve sus ojos, comprendiendo.

Pienso en el hombre que tiene su raíz en esta tierra,
que alimenta su mirada hacia las lomas rojizas
y así, con sus pies nacidos en lo hondo de la hierba,
ha tenido que ponerle ruedas a su rancho.
Mientras, el campo sigue bajando hacia el atardecer
y la brisa pasa como blando cuchillo,
cortándoles el olor a los retoños.
En cada hoja ondea un oculto deseo
de abrazar la tierra y morir
para nacer nuevo
y seguir siendo joven, húmeda y brillante.

¡No, no! No tiene dueños la tierra verdadera:
el chisperío rojo del seibo ¿para quién florece?
O su hermano gemelo el cardenal
¿quién le ordena su canto?...

El río sigue llevando la tarde
y desata poco a poco su cinta roja
entre los juncos amorosos.

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La hora dulce

La calle crece silenciosa en la hora dulce.
Las pobres casas gastadas y anchas de la tarde
entibian nuestro paseo, amigo.
El pueblo va quedando hundido en el otoño a nuestra espalda
y ahora, los ranchos, se aferran a su última pobreza.
Restos de vida estallan en gritos de mujeres
llamando a sus criaturas, llamando su esperanza
-la conozco. En el linde nostálgico de la soledad.
El paisaje, torna a una virilidad adusta, sobria
y el alma de las gentes en un lento territorio
de sombra creciente cubierto de recuerdos como flores dominadas.
¡Oh, amigo! ya estamos en la cercana anunciación de la estrella;
mira los cercos que acribillan perros miserables y desconocidos.
Ya vamos sintiendo la fácil tristeza de los niños humildes,
tristeza de tierra pegada a la carne
como la muerte descolgada de las hojas caídas.
Amigo, es la hora dulce y desdichada del pueblo,
su límite de amor –apenas cubierto de otoño-.
hora de la canción recogida
y el pulso descuidado
o el olvido
en las últimas bocacalles,
hora del campo recién nacido y tan pobre,
hora de la guitarra pulsada en lo oscuro.
Un viento súbito puede arrancar ahora a las puertas voces de abandono
-algunos se han ido dándole paso al hambre,
Es la hora dulce,
y las mujeres tienen desalentada prisa en parir sus hijos
para llevárselos con el terror en las manos.
Amigo ¿Qué más?
El camino de los carros está silencioso.
La tarde ya ha caído de espaldas en el fango.

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La casa del pez

El río ha bajado hasta la casa del pez,
en la barranca.
El paisaje desciende humilde y pálido,
enhebrado, en la primavera no lejana.
Hemos mirado los ranchos color tierra,
ranchos nacidos, perdidos en la luz y los sauces.
Los peces se han ido y alguien ha venido anunciando
la pobreza de aquí, que nos pertenece
y que no habíamos olvidado por ser nuestra.

¿Qué quieren decir todas esas palabras inventadas:
lo interminable y lo lejano?
¡Ah! no han visto la vida
los que hablan de las cosas dolientes e invertebradas.
Yo llamo a los peces ausentes
porque ahora su casa es mía
y puedo sentirme pobre como el río y el seibo.
¿De qué hablan esos? ¿De qué ciudades?
¿Han visto el dolor, crecer, vivir, escondido?

Ah, sí, es necesario buscarlo de tan claro y profundo,
de tan cotidiano y real, es necesario buscarlo
y no cantarlo –sería injusto-,
morderlo, arañarlo, cuando el río baja hasta la casa de los peces.

Mi casa, mi casa, dirían ahora
cuando vengan las estrellas a llevárselos,
cuando vengan a romper el agua,
mi casa, que estaba en el río y marchaba con él.

No puedo creer que hayáis olvidado los niños,
los niños de las manos llenas de sueños,
vosotros que queréis emparejar la tierra,
despojando a los hombres del corazón y de sus casas,
y fabricar árboles a la medida de vuestras palabras.
Poetas, poetas, venid, mirad,
oid correr la sangre, tocad sólo una hoja
y entonces tratad de decir algo.
-¿Creéis que los barcos no marchan arriba de los peces?-

Buscad los amigos de la ribera,
los colores que van cambiando, tímidamente, con la tarde,
y esa luz amarilla que huye hacia arriba,
marinera en el aire, llana, alargada
y nada será igual a vuestras antiguas frases

tan impresas en ediciones y revistas,
Jóvenes,
los peces han dejado sus casas.
¿Qué pensáis de esto?
¿Y si los peces hubieran abandonado el mundo,
qué os importaría esto?
Ya habéis escrito vuestra poesía.

(Podré perdonarme estas palabras, no olvidándolas nunca, sólo así?

Este pueblo que se achata y desparrama hacia la ribera,
más pobre y más pobre,
cada vez más bajo y más cercano,
y que la tarde se vuelva en la corriente,
termina,
en esta desierta casa de peces,
cuando el río ha bajado.
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Kandinsky, Blue (1922)
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Calle de la elegía pobre

Las nubes miradoras de la tarde dorada, están recordando al parecer.
Desde la niñez las encuentro así, en primavera,
sobre la calle y la elegía.
Los cercos también han retornado –retornan siempre-
al pequeño florecer, al humilde florecer.
Se pueden escuchar esta tarde de nuevo,
las jóvenes risas
y las muchachas vestidas como la primavera.

El cuerpo de esta calle es vegetal y ensimismado,
pobre, cuando va llegando a hundirse en el río.
(El río está al lado del corazón de las calles).
Un breve viento mezcla fácilmente los olores
y entonces, vienen los patios regados,
los pequeños ruidos femeninos, el mate en la puerta
y la falda clara, floreada, los vehículos lejanos.
¿Esta es una calle perdida?
¡Ah no! que la pobreza ahora está en todas partes
como la primavera de los huertos.
La gente de aquí no conoce ni vendedores ni carruajes ahora.
Un perro vagabundo y la próxima estrella,
nos hablan de una legítima riqueza, que pisando la pequeña hierba,
ha penetrado por débiles puertas de alambre,
instalándose, en antiguos roperos desvencijados.
Además, ya las campanas
andan rondando en lentos círculos de amor.
Calle de la elegía pobre.
¿Nadie ha pensado seriamente en ella?
Sin embargo, aquí ha nacido y va a morir la tarde,
y el pueblo no olvidará que tiene sus atardeceres que vivir,
no olvidará tampoco sus vagabundos
ni sus primaveras.
Nada olvidará el pueblo
que escapa por aquí sus dulces iras, sus sagrados dolores
en caravanas de florecillas y de briznas.
Por aquí, por donde se sueltan los pensamientos jóvenes
durante las tardes en que la luz se perfecciona.

El río inventa mil colores y se envejece seriamente.

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La mañana

Sube, aprendiendo a nacer en la duda de los colores,
la secreta mañana, como una esperanza.
Esta cándida hoguera que parece ser mía y sólo mía,
allí donde mi soledad se ha hecho don de pies a cabeza,
allí, en el centro de su infinita transparencia,
va siendo de todos por este consagrado amor
en la mañana de primavera.
Las luces, que florecen de fiesta,
se van orquestando en grandes circuitos
de colores suaves, dolientes, provincianos.

El ángel ha venido a anunciarnos la soledad.

La soledad, la soledad; cada cuál tendrá la suya:
su llama y su llanto propios;
su llama y su llanto abanderados;
su llama y su llanto desprovistos.
Las ojos verán mañanas y mañanas
más allá y más acá de lo verde y lo dorado,
de la fábula y el dolor, de los nacimientos y las sombras.
Ahora la música es algo adivinado.
Aconteciendo muy cerca del corazón,
se desata espontánea y altiva,
y en medio de su libertad, anuncia
que no morirá en el corazón de los hombres.
Esta mañana logra así decirnos algo nuevo
y seguramente cercano a nuestros ojos:
el diálogo del terrón y la hoja; de la pobreza y lo olvidado.

(Eso es lo importante, lo igual, lo solidario).

¡Oh cabellera de hermandades en esta mañana de colores y dudas!

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Kandinsky, Intime Message (1942)

Apuntes en video en torno a Manauta

De la Audiovideoteca de Buenos Aires:

 


 Del homenaje realizado por UNER al declarar a Manauta Doctor Honoris Causa:

 

[Balada del llorador - Juan José Manauta]

Llegué a las Tres Bocas con la contrata de llorar sin toalla, como es mi oficio, en el velorio de doña Duclesia Sagastume, que en paz descanse.
Usted sabe: la muerte es una sola y nos abraza a todos. Yo únicamente pude equivocarme de nombre…
No conocía las Tres Bocas. Hacia el poniente, había llegado no más que hasta la Puerta de Crespo en mis tardanzas de guitarrero y llorador. Tres Bocas está más allá. No lejos, pero más al Oeste.
Me habían dicho:
“En cuanto llegue a Tres Bocas, divisará el velorio, porque se oirá música y habrá caballos y sulkys junto al alambrado, y hasta algún automóvil, si a mano viene.”
-Me llamo Tereso Alegre –le dije al hombre que me atajó-. Un tal Dunar, el dueño del camión, me ha dicho: “Aquí es Tres Bocas. Yo sigo hasta Victoria.”
Me abajé. Llevaba la guitarra colgada al hombro (siempre sé llevarla), y con mis ojos vi esos caballos atados a soga y los aperos sobre el alambre; sulkys de dos tiros, que vendrían de lejos; perros, como en cualquier velorio. Todo eso vi, y era un velorio. Ni golpié las manos. Entré. Los muertos, cuentan, no ven ni oyen. Eso creen.
-Soy el llorador sin toalla que han pedido –le dije a ese primer hombre-; y guitarrero, por si fuera gustoso.
-No quiero música. Pase.
Estaban de lloradera cuatro viejas de luto con las caras tan tapadas que ni parecían llorar, como si con ese treno velaran a una perra y no a una cristiana. Se entiende: esas mujeres no lloran de verdad. Se tapan los ojos no para ocultar las lágrimas, sino al revés, para figurar que están llorando. Las lágrimas, cuando salen, naides las puede ocultar. Tienen que verse y brillar, y con ese brillo decir que alguien nos ha dejado; que no se llora por él, sino por nosotros, los que aquí quedamos. Está escrito.
-Retírensen –les dijo el hombre-. Ha llegado don Tereso Alegre, un llorador sin toalla.
Parecía un bastonero ordenando los pasos de un baile. Como si dijese: “un molinete con la contraria, ¡áura!”, o cosa igual: “dentren los con toalla y salgan los demás”.
A la cabecera de la muerta, Jesús chico dormía en brazos de su madre, la María.
Me alivié de los tientos y dejé la guitarra (no fuera a incomodar) arrecostada contra la pared del rancho.
Se hizo un silencio mientras yo me ponía a pensar en doña Duclesia Sagastume, y en que, como dice Fierro: “Es triste dejar sus pagos / y largarse a tierra ajena.”
La miré un rato. El pecho se me enllenó de gentileza.
-Doña Duclesia Sagastume –pronuncié en voz muy suave. Fui repitiendo el nombre, cada vez más fornido, para que todos lo oyeran y pudieran considerarla hasta sin mirar, verla cantar y reír, dolerse, trabajar y sufrir, como cuando todavía no era pura osamenta.
La primera lágrima asomó a mis ojos, brilló, y empujada por otras que venían detrás, se hinchó, y últimamente resbaló por mi cara. Se la mostré a la concurrencia como se debe, como hacen los buenos, sin ocultarles nada y en redondo. Cuando con mi vista llegué de nuevo a la finada, oigo que me habla:
“No soy Duclesia. Yo soy Gudelia.”
Al mismo tiempo, la mano del bastonero que se apoya en mi hombro y que me dice:
-La finada no es Duclesia Sagastume, sino Gudelia Sagastume.
¡Dios!
-Perdonenmén –le dije a todo cuando allí había, contando a la muerta-, me he desacertado de nombre. Entendía Duclesia…
“¡Yo soy Gudelia y no Duclesia!” –seguía quejándose la muerta, en un gemir que repletaba mi adentro. A la final, a mí también empezó a judearme aquel nombre.
El bastonero me sacó del patio y yo miré hacia mi guitarra.
-No se aflija. Nadie la tocará.
-Si esa señora no era Duclesia, sino Gudelia, sería la primera y última vez que yo abochorne a un difunto en los años que tengo de llorador –le dije-. Por miramiento, debo retirarme.
-¡Que ni Dios permita! Yo soy el entenado político de doña Gudelia, acompañado de su criada, la Doralia, que no topa consuelo. Ella ha podido ver y oír, y yo también, que usted llora como la gente, con sentimiento y congoja. Nos la ha mostrado como cuando era viva.
-Pero yo he estado invocando a una tal Duclesia.
-No importa: Gudelia y Duclesia eran hermanas mellizas, iguales como dos lágrimas. Se parecían en todo. Lo que una deseaba, lo quería la otra. Duclesia vivía a menos de media legua de aquí, a la salida de Tres Bocas. Las dos han muerto el mismo día.
-Como quien dice, mellizas hasta el fin.
-Usted lo ha dicho: de nacer y morir, a más casadas con el mismo marido, don Apolinario Sagastume, mi suegro, que Dios lo tengo en su santa gloria…
Le juro que me costó entender, y debo de haber puesto una cara como la del que asó la manteca, pero ya verá que es corto de explicar:
Duclesia y Gudelia Cosundino, por parte de madre (no se sabía de padre), habían nacido y muerto el mismo día, a la misma hora y habían muerto el mismo día, a la misma hora, y habían amado a un mismo hombre.
Don Apolinario Sagastume, que les dio el apellido, según supe saber, fue a la iglesia de Arroyo Clé a casarse con las dos. Los tres venían desde lo más tupido de los montes de Brache, que es como decir la cola de esa enorme serpiente que era la selva de Montiel en ese entonces. El cura de Arroyo Clé los quiso apostolizar y empezó por negarles ese doble sacramento, pero después de indagar, lo casó solamente con Gudelia, porque ésta, por lo menos, tenía una entenada en su casa, la Doralia (una criatura entonces), que era la actual mujer del bastonero.
Don Apolinario Sagastume siguió siéndoles fiel a las dos, porque él también las amaba, pero Duclesia, ofendida, rompió para siempre con su gemela, y allí empezó un rencor que les duró toda la vida.
Las dos enviudaron a la misma vez, y apartadas murieron del mismo amor y el mismo encono.
El bastonero me porfió:
-Quédese, don Tereso. Entre. Se le pagará como es justo.
-Usted debe saber que yo no cobraría por esto.
Todo el velorio, menos la muerta, había salido del rancho, y aguardando la resulta de nuestra conversación, nos miraba.
Lo pensé un largo rato; entonces le dije:
-Si me quedo, lloraré por las dos.



 en Disparos en la calle (1985)